Un hombre tiene una escopeta en sus manos, la levanta y sin apuntar siquiera dispara. Poco importa si la bala que sale de su arma impacta contra una pierna, una cabeza o un corazón, da lo mismo. A pocos metros una multitud se acerca violentamente con palos, piedras, botellas y en general cualquier tipo de objeto que al ser lanzado sea capaz de romper un vidrio, atravesar un escudo y porqué no, hacer sangrar una cabeza o un ojo. En este caso, también da lo mismo.
Aquel primer hombre que disparó no está solo, detrás suyo están sus compañeros, algunos montando grandes cabellos, otros ocultos en tanques que escupen fuertes chorros de agua y otros están en el cielo volando helicópteros para no perder de vista el desmadre que se ocasionó mucho antes de haber sido disparada la primera bala.
Ahora viene la pregunta: ¿Qué se están disputando éstos dos grupos? ¿Un banco? ¿Una cárcel? ¿La vida de alguna persona importante tal vez? ¿Un político de esos tantos que se cree indispensable?
No, ninguna de las anteriores. Un partido de fútbol ha terminado y el resultados no ha favorecido a las cuentas de uno de los dos equipos, el más grande en este caso. La buena noticia es que ni los hinchas, ni los jugadores del equipo rival, el que ganó, corren demasiado peligro. La mala es que tal vez el resultado del partido los ha enloquecido y están dispuestos a acabar con todo lo que tenga que ver con su equipo. Extraña forma de demostrar que se es simpatizante.
Las horas pasan y lo único que cambia es que los destrozos son cada vez mayores y la sangre gana protagonismo. La muerte anda por ahí relamiéndose y regocijándose porque ya no tiene que inventar excusas complicadas, como la edad, una enfermedad, alguna religión o incluso ideologías. Con un partido de fútbol es más que suficiente. Así que con toda la serenidad del caso ésta se sienta en su sillón y solo espera a que se cansen, para comenzar a contar.
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