El caso es que he estado pensando sobre
esto, sobre aquello, sobre lo otro. Una de las cosas que pasó por
mi cabeza, pero no se fue, por lo tanto no ha pasado, es el universo de las
enfermedades que nos habitan, que nos doblegan. Son tantas y cada una ataca de
una forma diferente, a un órgano diferente, con una intensidad diferente.
Sin embargo, no sé si quiero pensar en
estas enfermedades, en la tristeza de quienes las padecen en primera, segunda y
hasta tercera persona, en el padecimiento para tratar de recibir una medicina,
un tratamiento... en fin, lo dejo hasta ahí.
Hay otro tipo de dolencias, tal vez más
silenciosas, o más fáciles de disimular. Dolencias que la cultura nos ha
implantado y que, por esto mismo, usamos como excusa para llevarlas con orgullo
y hasta con descaro. Estoy pensando en la infidelidad, esa terrible enfermedad
sin huellas a la que para seguir su rastro habría que contratar a un detective,
o simple y llanamente esperar a que un milagro lo revele, un desliz. No, no deja rastros
en la piel, tampoco en el cuerpo como tal, aunque algunas veces —miles— fruto
de esto un espermatozoide con puntería a aguado la fiesta.
Lejos de juzgar, trato de entender qué es
eso que nos lleva a hacer perder la cabeza, qué nos lleva a ser tan egoístas, a
buscar placeres fugases en otros cuerpos. Y, como lo dije antes, lo de la cultura
es solo una excusa que a estas alturas del siglo hasta resulta vergonzoso usar, casi es tan penoso como ocultarse tras una cortina de silencio y no asumir el error cuando se es descubierto, o no
reconocer que algo que debió haber acabado hace tiempo sigue vigente solo por
quedar bien con la sociedad.
Pero, qué se puede esperar de esta
sociedad, si esta es la que en verdad nos enseña a ser infieles, no solo con
nuestras parejas, sino con nosotros mismos. Nos enseña a sentarnos en una
oficina a teclear y teclear como desesperados, a mirar el reloj y suplicar que pase rápido el tiempo, porque así se es más productivo,
porque para qué correr riesgos innecesarios como ser independientes, como
explorar el arte que habita en uno, en todos, y que podría también convertirse
en el sustento del día a día. Nos enseña a traicionar, a enaltecer la picardía,
la malicia, la trampa bien hecha, a temer. No se puede esperar más de "la sociedad" y todos somos parte de ella.
La felicidad es, sin duda, lo que
queremos, lo que buscamos y lo que necesitamos; felicidad y amor, dos palabras
que han hecho pasar por cosa de hippies, cuando debería ser cosa de todos. Ser
feliz sin hacer infelices a otros, amar sin causar desamor en otros; ser lo más
transparentes que podamos.
A lo mejor así también terminemos eliminando
algunos cientos de enfermedades de las primeras, de las que requieren
hospitalización y medicinas.