8 de octubre de 2015

Enfermedades

Ahora que mi apéndice y yo nos hemos separado para siempre, me ha quedado tiempo para pensar, para observar. No es que antes de esta ruptura yo haya sido un ente que iba de lado a lado, como con una baba gigante colgando en la boca, es solo que desde la quietud de la cama el mundo se ve de otra manera, todo pasa más lento, incluso la llegada del sueño que para mi era algo tan veloz, que solo me bastaba apoyar la cabeza en la almohada y adiós realidad. Ahora cuesta un poco más, solo un poco, tan poco voy a posar de mártir insomne.

El caso es que he estado pensando sobre esto, sobre aquello, sobre lo otro. Una de las cosas que pasó por mi cabeza, pero no se fue, por lo tanto no ha pasado, es el universo de las enfermedades que nos habitan, que nos doblegan. Son tantas y cada una ataca de una forma diferente, a un órgano diferente, con una intensidad diferente.

Sin embargo, no sé si quiero pensar en estas enfermedades, en la tristeza de quienes las padecen en primera, segunda y hasta tercera persona, en el padecimiento para tratar de recibir una medicina, un tratamiento... en fin, lo dejo hasta ahí.

Hay otro tipo de dolencias, tal vez más silenciosas, o más fáciles de disimular. Dolencias que la cultura nos ha implantado y que, por esto mismo, usamos como excusa para llevarlas con orgullo y hasta con descaro. Estoy pensando en la infidelidad, esa terrible enfermedad sin huellas a la que para seguir su rastro habría que contratar a un detective, o simple y llanamente esperar a que un milagro lo revele, un desliz. No, no deja rastros en la piel, tampoco en el cuerpo como tal, aunque algunas veces —miles— fruto de esto un espermatozoide con puntería a aguado la fiesta.

Lejos de juzgar, trato de entender qué es eso que nos lleva a hacer perder la cabeza, qué nos lleva a ser tan egoístas, a buscar placeres fugases en otros cuerpos. Y, como lo dije antes, lo de la cultura es solo una excusa que a estas alturas del siglo hasta resulta vergonzoso usar, casi es tan penoso como ocultarse tras una cortina de silencio y no asumir el error cuando se es descubierto, o no reconocer que algo que debió haber acabado hace tiempo sigue vigente solo por quedar bien con la sociedad.

Pero, qué se puede esperar de esta sociedad, si esta es la que en verdad nos enseña a ser infieles, no solo con nuestras parejas, sino con nosotros mismos. Nos enseña a sentarnos en una oficina a teclear y teclear como desesperados, a mirar el reloj y suplicar que pase rápido el tiempo, porque así se es más productivo, porque para qué correr riesgos innecesarios como ser independientes, como explorar el arte que habita en uno, en todos, y que podría también convertirse en el sustento del día a día. Nos enseña a traicionar, a enaltecer la picardía, la malicia, la trampa bien hecha, a temer. No se puede esperar más de "la sociedad" y todos somos parte de ella.

La felicidad es, sin duda, lo que queremos, lo que buscamos y lo que necesitamos; felicidad y amor, dos palabras que han hecho pasar por cosa de hippies, cuando debería ser cosa de todos. Ser feliz sin hacer infelices a otros, amar sin causar desamor en otros; ser lo más transparentes que podamos.


A lo mejor así también terminemos eliminando algunos cientos de enfermedades de las primeras, de las que requieren hospitalización y medicinas.