17 de noviembre de 2015

Explotar

La verdad es que mis oídos lo más estruendoso que han escuchado, a parte de esos ritmos que me gustaban en la adolescencia y que los papás de algunos amigos llamaban música de lata, ha sido si a caso alguna puerta cerrada con rabia, tal vez cerrada por mí mismo, o algún accidente automovilístico, la clásica frenada en seco del carro que está por detrás y luego sí el BOOM —tal vez esta no es la onomatopeya más adecuada ya que hace referencia sobre todo a bombas, así que en este caso sería más un CLASH, o algo por el estilo—, o el motor de alguna motocicleta que resulta ensordecedor hasta para el diálogo ensimismado que se suele llevar en las calles cuando se camina solo.

De las bombas de aquella época de narcotráfico, pues la verdad es que aunque una que otra explotó relativamente cerca a donde yo estaba, ninguna llegó a mis oídos, así que no puedo dar detalles al respecto. Sí tengo el recuerdo de caminar por alguna calle y luego de un TAZ —sí, tengo problemas con las onomatopeyas, lo acabo de descubrir— algún amigo o familiar advertir que se trataba de un disparo, seguramente un robo, un atentado, o esas cosas que aparentemente solían ser exclusivas del tercer mundo.

Es por eso que intento averiguar cómo es un estruendo de esos que causan pánico, porque quiero estar preparado, porque estoy convencido de que el mundo va a explotar. Por supuesto que Hollywood tiene miles, tal vez millones, de estas películas y sí, no voy a posar de culto diciendo que no he visto ninguna de estas porquerías porque lo mío es el cine de autor, he visto muchas de estas, más de las que conscientemente admito. Pero (casi) ninguna dejó marca en mi, así que los títulos de ellas no están tan claros en mi mente y, por otro lado, seguro —segurísimo— que no son tan fieles a la realidad, porque si por algo destaca este cine es por la exageración.

Así es, el mundo va a explotar, y no precisamente porque cada vez haya más terroristas, sino porque este cada vez más parece el reino de la locura y la paranoia. Es un mundo vigilado por cámaras de seguridad: siempre hay alguien, o algo, viendo al que ve y al que no ve. Un mundo con alarmas diseñadas a la perfección para cada espacio; con armas para llevar hasta en la billetera; con hashtags que dan cuenta de todo tipo de eventos. Claro, a esto se le debe agregar que cada vez hay más cosas con dueños: un asteroide, un árbol, un lago, una montaña, un cable, una red, una aplicación, etc. Y, paradójicamente, hay menos personas dueñas de algo, pagando por usar algo —como yo, que ni puedo hacer la lista de lo que mes a mes debo pagarles—. Pero no solo hay menos dueños, también hay menos agua, menos aire limpio, menos árboles, menos, menos, menos.

¿Y qué hay que hacer para esto? ¿Rezar, meditar, internarse en una selva o en lo más profundo de un bosque? Es posible, pero por ahora lo que tengo en mente es volver a lo básico, evitar los intermediarios, es decir lo que antes —y aún hoy— llamaban medios de comunicación que, a mi parecer, poco comunican y son los que están desatando, u ocultando, esta guerra (mundial). Porque ellos deciden qué tan fuerte suenan las bombas, o deben sonar, qué escándalos deben llamar la atención, en dónde debe ser destapada la corrupción y en dónde no, y hasta qué tragedias deben herirnos en lo más profundo.

Es decir, lo que tengo en mente es adentrarme cada vez más en mi, en mi familia y mis amigos, ser un completo egoísta y perderme la quema del mundo en vivo, porque por supuesto va a ser en directo y va a ser trending topic, porque será (es) algo de proporciones bíblicas, algo así como un nuevo big bang, solo que producido por esta, la especie que aparentemente es la más inteligente de todas, pero a la vez la más estúpida y por ende la peor.

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